jueves, 21 de octubre de 2010

El mendigo

Cuando niño nunca me percaté de la soledad. Era un concepto desconocido, incomprensible. Entonces murió mi madre, y aun así quedaba mi abuela. Hasta que llegó mi primer novia.


Pero claro, la soledad va más a allá de la falta de una pareja. A veces creo que los mendigos, esos muebles urbanos que a veces gritan a la nada o a veces callan todo han encontrado el balance perfecto en la soledad, los primeros nunca están solos, hablan con seres, quizá de otras dimensiones; los segundos, callados, no miran a los ojos, ya no buscan la compañía de nadie o saben que buscar es vano, callan para si, viviendo al día el trozo que les queda de vida.

Cuando me casé lo hice en un arrebato de soledad, no quería vivir solo. Y aunque no amaba a Diana era peor vivir sin ella, y creo que así fue. La veía como una compañía, pero nunca platicamos por horas, embelesados en nuestra plática, callando porque tuviéramos tanto que decir que la lengua y el tiempo no alcanzara para decirlo todo. Era una compañía, alguien que escuchaba, y nada más. Eso, creo, era yo para ella también.

Hoy murió, mi soledad sigue ahí, nunca me dejó, pero ella ayudaba a ignorarla. El saberla al pendiente de mi, preocupada, atenta me reconfortaba. Y me reconfortaba estar para ella en sus últimos meses, cuidándola, me daba una razón de vida aunque a veces tan falsa como los idolos.

Se que la extrañaré, como se puede extrañar a la nada.

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