viernes, 2 de noviembre de 2012

Exilio

A golpe de tecla Vicente escribía su columna. Hasta dos cuartillas, siempre auxiliado por su Olivetti. La había comprado a un compañero en apuros, aquel urgido de dinero, este de herramienta de trabajo, el precio convenido fue una ganga. El golpeteo de la teclas resonaba en la oficiona de Vicente, escribía apurado con un ritmo constante, arrecia de a poco pero más que apretar el paso lo mantiene, de repente acelera un poco, está en las últimas líneas, aprieta ahora si el paso, como aquel que está a punto del orgasmo. Por fin este llega con el punto final.
Apenas un par de errores y otro de "ah que pendejo soy".
Termina su columna, la turna a quien corresponde, como de costumbre lo hace de último minuto. -¿Qué vamos a hacer contigo cabrón? La vez pasada llegaste tan tarde que ya habiamos metido una nota de relleno, nos moviste todo cabrón.
Sale de las oficinas del periódico. Las calles de la Ciudad de México son tan diferentes de noche, piensa. Nada que ver con el remolino de gente en el día, los vendedores callejeros expropiando las banquetas y obligando a uno que otro apresurado a sorteárselas con los automovilistas. Que manera de cambiar de ritmo. Montevídeo era apenas una fracción de lo que México.
Llegó exiliado a México años atrás, cuando hubo oportunidad de regresar, no regresó. De alguna manera Uruguay no era más su patria, no es que México lo fuera, pero aquí tenía un empleo y bueno ¿cuál sería la necesidad de salir a tocar puertas nuevamente? No, en definitiva lo mejor era quedarse en México.

Pero era miedo, el sabía que era miedo lo que le impedía regresar. Asustado como cuando era niño y su madre lo llevaba con el doctor que amenazaba con encajarle en el brazo tremenda aguja. Asustado como todas las veces que cuando jóven se acercaba a la chica que le interesaba, y temía que de un tajo ella lo mandará a volar. Asustado como cuando se enteró que un amigo había muerto accidentado mientras manejaba. Como cuando su madre cayó postrada en cama y pocos días después tuvo que abandonar su país, dejándola abandonada. Asustado como cuando se reunía con más y más exiliados y estos le describían las atrocidades del régimen. Asustado.

Todos habían abandonado Uruguay, muchos regresarían. ¿El convenenciero de José Pablov? ni que me agradara tanto, ¿el mentiroso de Alberto Sánchez? lo detesto, ¿Pedro Zorrilla? es un hijo de perra.
No, pero no tendría porque convivir con ellos, el tan sólo estaría de regreso en la Patria ¿qué más daba si todos ellos regresarían también? simples pretextos.

Su verdad era distinta. Ahí había muerto su madre, ahí había muerto su esposa, ahí habían muerto sus recuerdos, que en un arranque de ira, de impotencia, de deseo asesino mató uno a uno como hubiera matado a los hijos de perra que lo alejaron de su vida. Para él, el suelo de Uruguay estaba manchado de sangre. Pero jamás la sangre que él hubiera querido ver correr.

¿Cómo podría vivir ahí? pensaba.

Enciende un cigarrillo, ya está a varias cuadras del periódico y a unos pasos del monumento a la revolución. Se sienta sobre la banqueta, sostiene el cigarrillo con la mano derecha, parece que han pasado horas desde que abandonó las oficinas del periódico.
¿A que café vas? pregunta Vicente cada que se reunía con un exiliado. Así lograban conocerse mejor. Llegaban unos días, se quedaban en el sofá de Vicente, algunos por meses, pero al fin lo abandonaban. Algunos se reunirían con otros exiliados en Europa, otros en Estados Unidos. Su departamento se convirtió en hostal. Extrañaba de alguna manera esos días, siempre emocionantes, tan llenos de noticias, de conversaciones hasta bien entrada la madrugada, de parrandas improvisadas de bienvenida "pa' que conozcan el México de a de veras" decía a sus paisanos uruguayos como diría cualquier mexicano a algún extrajero.

No, en definitiva no quería regresar. El exilio lo perdió en el encuentro. Andaba sólo pero con sí mismo ¿con que finalidad regresar a encontrarse en la perdida?