viernes, 9 de abril de 2010

Divina visión

Un día, Juan decidió fingir un accidente. Para ello viajó a México D.F. donde compró un collarín ortopédico y una gasa. Mientras se puso el collarín para simular una lesión en el cuello, la gasa la colocó en su frente para encubrir una falsa contusión lacerante.
Lo curioso de todo esto, no es el motivo que lo llevó a montar tal farsa, sino el que escogió para justificar su accidente, el cual improvisó justo en el momento que su mejor amigo, Luis, preguntó por el:
-Como recordarás -contestó Juan- ayer viajé al D.F., y mientras caminaba por el centro histórico hacía el eje Lázaro Cárdenas pensaba en los motivos que podrían precipitar mi regreso, cuando, en ese momento, mi día se inundó con la más hermosa pero inalcanzable visión.
Era trigueña, de aproximadamente un metro con setenta y cinco centimetros de estatura. Su cabello era negro como la más hermosa noche sin luna, apenas sujeto para dejar al descubierto un cuello que incitaba a besarlo. Sus ojos, grandes, eran como la luna llena, ausente de aquella noche de su cabello, pero presente para iluminar su rostro.
Mientras ella se acercaba a mi, caminando, yo pensaba en todas aquellas maneras en como sus labios pálidos, podrían ser disfrutados. Mis ojos, a la vez, comenzarón a seguir ese camino que el Supremo hubiera trazado hacía su pecho, el cual recorría desde la comisura de sus labios, para desfallecer, al final de una travesía propia de los más aguerridos alpinistas, en el valle de su vientre.
Nos acercabamos cada vez más, en dirección opuesta, pero la cercanía, que anunciaba su próxima retirada sólo inquietaba cada vez más, mis agitados pensamientos. Llegó entonces el momento en que su caderas se encontraron tan cerca mio, que, como si ellas formaran un polo magnético, mis ojos se sintieron irremediablemente atraidos hacia ellas, para ser hipnotizados por su incitante cadencia.
Nuestras espaldas se encontraron frente a frente, una vez que cruzamos uno al lado del otro, y yo continué caminando por un segundo, antes de sucumbir a la tentación de voltear y observar el hermoso lienzo de su espalda; apenas al descubierto por aquel discreto escote y salpicado hasta el hartazgo por diminutos lunares, que hubiera deseado tener el privilegio de censar, uno a uno, sólo por el placer de hacerlo.
Para estos momentos, mi cuello ya comenzaba a mostrar signos de increible flexibilidad. Y mientras mi mente divagaba como la de un genial estadista y mi cuerpo temblaba ante la visión de tan sublime y perfecto campo de batalla, dispuesto para las más alocadas estrategías y las más satisfactorias victorias; un demonio, probable artífice de semejante visión, jugó su última carta en este juego, colocando en mi camino un frio, férreo, y cilíndrico poste que al impactar mi rostro provocó este moretón que escondo celosamente bajo esta gasa, y torció a limites inesperados mi de por si retorcido y supuestamente flexible cuello.

Mayo 2008, originalmente publicado en Debrayuela

1 comentario:

  1. Sin duda un accidente muy humano. Cuando de excusas se trata hay que ser humano, porque aunque ridículo, seguramente sea lo más creible.

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